No le temo tampoco a mis deseos más oscuros, ni me siento atormentado o culpable por ellos, y si he sentido después impulsos de atracción por objetos prohibidos, como la mujer del prójimo, por ejemplo, o por mujeres mucho menores que yo, o por las novias de mis amigos, no he vivido estas infracciones como un tormento, sino como las peticiones tercas, pero ciegas e inocentes en el fondo, de la máquina del cuerpo, que deben controlarse o no, según el daño que se pueda hacer a los demás y a uno mismo, y con ese solo criterio, más pragmático y directo que el determinado por una moral absoluta y abstracta (la de los dogmas religiosos) que no cambia según las circunstancias, el momento o la oportunidad, sino que es siempre idéntica a sí misma, con una rigidez dañina para la sociedad y para el individuo.
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Enviada por Andréa hace 9 años
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