Pero, cuando me di cuenta que el burdo populacho, el tonto del pueblo, empezaba también a discutir los mismos temas en sus sucios simposios, donde, en lugar de las velas de osa y las girándulas, lucían tan solo velas de sebo y lámpara de aceite de ballena, cuando vi que unos andrajosos aprendices de zapatero y de sastre, en su tosco lenguaje de albergue, se atrevían a negar la existencia de Dios, cuando el ateísmo comenzó a apestar intensamente a queso, aguardiente y tabaco, entonces se me abrieron de repente los ojos y, lo que no había comprendido con la razón, lo comprendí entonces gracias al sentido del olfato, gracias al malestar del asco y ¡alabado sea Dios!, mi ateismo llegó a su punto final.
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Enviada por Ingrid hace 9 años
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