Después, sin una palabra, se lo dio a mi madre. Se levantó entonces y se dirigió hacia uno de los balcones. Allí permaneció en silencio, de espaldas, con las manos en los bolsillos del pantalón, contemplando la tarde o la nada, no sé. Lo que mi madre había recibido era un pequeño montón de fotografías. Antiguas, marrones y de mala calidad, tomadas por un retratista minutero por tres perras gordas cualquier mañana de primavera más de dos décadas atrás. Un par de jóvenes, apuestos, sonrientes. Cómplices y cercanos, atrapados en las redes frágiles de un amor tan grande como inconveniente, ignorantes de que al cabo de los años separados, cuando volvieran a enfrentarse juntos a aquel testimonio del ayer, él se volvería hacia un balcón para no mirarla a la cara y ella apretaría las muelas para no llorar frente a él.
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Enviada por Tomás hace 8 años
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