Era seguramente el paraíso, porque mis ojos, de mortal arcilla, acababan de descubrir al Anciano de la Eternidad, aquel que no tuvo mañana ni tarde. En el centro de una claridad, que irradiaba de él mismo, más clara que todas las claridades, entre profunda estantería de oro atiborrada de códices, sentado en vetustísimos infolios, con los remolinos de las barbas infinitos caídos sobre resmas de folletos, libros en rústica, gacetas y catálogos, el Altísimo leía. La frente superdivina que había concebido el mundo descansaba sobre la mano soberanamente fuerte que lo había creado, y el Creador leía y sonreía. Aunque estremecido de sagrado furor me atreví a mirar por encima de su hombro resplandeciente. El libro costaba tres francos, sin encuadernar... El Eterno leía a Voltaire, en una edición barata y sonreía.
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Enviada por Tomás hace 8 años
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