Tras cruzar lentamente la cubierta desde su escotillón, Ahab se apoyó en la barandilla y se puso a observar cómo su sombra reflejada en el agua se hundía cada vez más cuanto más se esforzaba por escrutar la profundidad.Los exquisitos aromas de ese aire encantado parecieron dispersar, al fin, por un momento, todo lo gangrenoso de su alma. El aire agradable, feliz, el cielo simpático, lo acariciaron finalmente. El mundo odioso, tanto tiempo cruel —prohibitivo— le arrojaba, a la sazón, sus brazos afectuosos al cuello empecinado y parecía sollozar alegremente por él como por alguien que, aunque voluntarioso y errado, todavía podía salvar y bendecir. Desde abajo de su sombrero gacho, Ahab vertió una lágrima al mar; todo el Pacífico no encerraba riqueza mayor que esa gotita.
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Enviada por Olga hace 8 años
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