Una vez traspuesto el límite del buen comportamiento, de lo permitido y de lo sensato, el horizonte volvía a abrirse ante mis ojos, cegándome con su fosforescencia recuperada. No valía la pena pretender otra cosa. Era allí donde pertenecía. Sentí supongo lo que deben sentir los homosexuales cuando finalmente abandonan el clóset, y no sin dolor se despojan de esa piel de cordero que les ha sido útil, pero que ya no les sirve, y se quedan desnudos, indefensos muchas veces, aunque con la certeza de que una vez al otro lado ya todo es posible.
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Enviada por Tadeo hace 9 años
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