A pesar de mi inteligencia, de mi tacto, de mi creciente erudición, seguía siendo una criatura de grandes incapacidades. Leer es una cosa, hablar es otra, y no me refiero a hablar en público. No quiero decir que padeciera ninguna fobia social, aunque de hecho, tan fuera el caso. No: me refiero a la propia articulación vocal de la que no era capaz. Mi locuacidad rayaba en la charlatanería, pero estaba condenado al silencio. Vamos, que no tenía voz. Todas esas frases tan bellas que me revoloteaban por la mente como mariposas de hecho estaban presas en una jaula de la que nunca lograrían evadirse. Todas esas palabras bellas que, una vez bien especiadas hacía sonar en el silencio asfixiado de mi cabeza eran tan inútiles como los miles, quizá millones, de palabras que había arrancado de los libros para zampármelas, los fragmentos inconexos de novelas enteras, comedias, poemas épicos, diarios íntimos y confesiones escandalosas: todas por en desagüe, muda, inútiles, despediciadas. El problema es fisiológico: no tengo cuerdas vocales adecuadas. Pasaba horas declamando versos de Shakespeare.
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Enviada por Viviana hace 9 años
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