La casa de Gloria quedaba en la esquina de la Plaza, y Gloria se reclinaba en la ventana por las tardes, los robustos senos empinados como una ofrenda a los paseantes. Ambas actitudes escandalizaban a las solteronas que iban a la iglesia, y daban lugar a los mismos comentarios, todos los días, a la hora vespertina de la oración: —Qué falta de vergüenza... —Los hombres pecan hasta sin querer. Sólo con mirar hasta los niños pierden la virginidad de los ojos.
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Enviada por Olga hace 8 años
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