Y entonces lo comprendí. Habíamos sido unas magníficas compañeras de viaje, pero en definitiva, no éramos más que dos solitarios pedazos de metal trazando su propia órbita cada una. Desde lejos parecían bellos como estrellas fugaces. En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los dos satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizá simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volvíamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada.
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Enviada por Celestina hace 9 años
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