Cuando sólo una visión mil veces más aguda que la que la naturaleza puede dar sería capaz de distinguir por el oriente del cielo la diferencia inicial que separa la noche de la madrugada, despertó el almuédano. Despertaba siempre a esta hora, según el sol, y le daba igual que fuera verano como invierno, y no precisaba de ningún artefacto de medir el tiempo, sólo de una infinitesimal mudanza en la oscuridad del cuarto, el presentimiento de la luz sólo adivinada en la piel de la frente, como un tenue soplo que pasara sobre las cejas o la primera y casi imponderable caricia que, por lo que se sabe o cree, es arte exclusivo o secreto, hasta hoy no revelado, de aquellas hermosísimas huríes que esperan a los creyentes en el paraíso de Mahoma.
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Enviada por Ramón hace 8 años
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