Ahora era ella la que sufría. ¿Es que no bastaba ya con tener que defenderse de él? ¿Iba a tener ahora que defenderse de sí misma, de las ráfagas de ternura que la privaban, a ratos, de todo coraje? Cuando él le hablaba así, cuando lo veía tan afectado, tan trastornado, no sabía ya por qué lo rechazaba; y hasta pasado un rato no regresaban, desde lo más hondo de su índole joven y sana, el orgullo y la sensatez que la mantenían firme en aquella virginal obstinación. Si se empecinaba, era por instinto de felicidad, para satisfacer su necesidad de una vida sosegada, y no por respeto de unos virtuosos principios. Habría caído en brazos de aquel hombre, rendida a él en cuerpo y alma, si no la hubiese soliviantado, si no la hubiese repugnado casi, entregarse por entero, arrojarse en brazos de quien podía, al día siguiente, convertirse en un desconocido. Temía al amante, lo temía con ese loco miedo que hace palidecer a la mujer ante la proximidad del varón.
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Enviada por Tomás hace 7 años
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