Se trataba de doblegar la voluntad personal en aras del bien colectivo, de hacernos buenas católicas, madres abnegadas y esposas obedientes. Las monjas debían comenzar por dominarnos el cuerpo, fuente de vanidad y otros pecados; no nos dejaban reírnos, correr, jugar al aire libre. (...) Nos metían miedo a Dios, al diablo, a todos los adultos, a la palmeta con que nos golpeaban los dedos, a los guijarros sobre los cuales debíamos hincarnos en penitencia. A nuestros propios pensamientos y deseos, miedo al miedo. Jamás recibíamos una palabra de elogio por temor a cultivar en nosotros la jactancia, pero sobraban los castigos para templarnos el carácter.
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Enviada por Olga hace 8 años
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